Hermanos y hermanas en el Señor:

En este día tan especial y todos los días de mi vida, quiero humildemente recitar con el salmista: El Señor es mi pastor, nada me falta. Me hace descansar en verdes praderas…renueva mis fuerzas. Me guía por la senda del bien…ningún mal temeré, porque tú estás conmigo. El salmo lo hacemos nuestro para recitarlo todos los días de nuestra vida.

Él conoce mis fragilidades y mi pequeñez y, sin embargo, me ha ungido con el bálsamo de su Gracia para que, junto con el Sucesor de Pedro, el Papa Francisco y con mis hermanos Obispos, podamos apacentar su rebaño en la Iglesia particular de Asuncion  que peregrina en el Paraguay.

El palio que recibo como arzobispo metropolitano,  ha sido tejido con la lana de los corderos que el Papa bendice todos los años en la fiesta de santa Inés, y nos recuerda a los corderos y las ovejas de Cristo, que Él encomendó apacentar a Pedro y que a nosotros nos encarga seguir cuidándolas.

Agradezco al Papa Francisco que se haya fijado en este servidor para llamarlo a ser pastor de esta porción del Pueblo de Dios. Desde esta sede Metropolitana de Asunción, le expreso una vez más mis sentimientos de fidelidad y de obediencia pidiendo su paternal bendición.

El evangelio enseña que para apacentar el rebaño la condición indispensable es el amor. Por todas las veces que lo hemos negado, el Señor nos pregunta: ¿Me amas? A pesar de nuestras debilidades y pecados, de nuestras infidelidades, el Señor nos da la oportunidad de la conversión sincera para decirle: “Señor, tú sabes que te amo”.

En consonancia con el evangelio, no me cansaré de repetir que el amor es central en nuestra fe y  en el seguimiento de Cristo. En efecto, cuando un experto en la ley le preguntó a Jesús: ¿Cuál es el mandamiento más importante de la ley? Jesús le contestó: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primer mandamiento y el más importante. El segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se basa toda la ley y los profetas (Mt 22,35-40). Las dos vías que se funden en una sola vía para caminar por el sendero de la Vida.

Por eso el Señor nos pide y nos examina: ¿Me amas? Esto vale para todo bautizado, pero en especial para quienes somos llamados a ser pastores, a apacentar el rebaño, a conducir al Pueblo de Dios.

El Obispo, ni tampoco el cardenal, es un príncipe de la Iglesia. Por el contrario, está para servir a los demás: “el que quiera ser el primero, debe ser servidor de todos”, dice el Señor. En la Iglesia no debemos rivalizar por quién sabe más, i ñarunduvea o habla mejor, para ser primeros; sino más bien competir por la toalla para ser  servidores unos de otros.

En nuestro ministerio pastoral, es fundamental el conocimiento concreto y profundo de las personas que nos han sido encomendadas, y no puede haber un verdadero conocimiento sin afecto, sin la aceptación del otro, sin una actitud de escucha, poniendo los oídos en las necesidades, carencias y  sufrimientos, de los demás. Hoy más que nunca las personas tienen necesidad de ser escuchadas; de ahí que los pastores nos debemos destacar en el arte de escuchar.

El Señor ha querido llamar a hombres concretos para que, juntamente con Él, lleven a los hermanos sobre sus hombros. Ser pastores en la Iglesia de Cristo significa justamente participar en esta tarea, que el palio nos recuerda. De esta manera, el palio se convierte en símbolo de nuestro amor a Cristo Buen Pastor, y de que, unidos a Él, debemos amar a todas las personas, en particular a los heridos que están caídos al borde del camino, a los cansados y agobiados, a los que están desorientados, a los que buscan sentido y se plantean interrogantes, a los pobres y humildes, a todos, sin exclusiones.

Como discípulos misioneros, guiados por el magisterio del Papa Francisco, asumimos que la Iglesia es sinodal, misionera y samaritana, que está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, sin temor a embarrarse o sufrir golpes por salir a las calles y asumir la carne sufriente de Cristo en los rostros de los pequeños, de los vulnerables, de los excluidos, de los descartados de la sociedad: indígenas, campesinos, niños, mujeres, ancianos, los desempleados, los adictos a las drogas, los enfermos sin hospitales ni medicamentos, hambrientos sin el pan, los presos que hacinan nuestras cárceles en condiciones infrahumanas…

La Iglesia, con el Buen Pastor, quiere pastorear a los que caminan por las quebradas oscuras, a las ovejas extraviadas que van por caminos errados, del crimen, de la delincuencia, del mundo de las drogas. Estamos llamados a pastorear a las ovejas más frágiles a  aquellas incluso que están fuera de nuestros corrales.

La fortaleza e integridad de la familia está en el centro de nuestra preocupación pastoral; especialmente las familias más vulnerables, sin protección social, sin acceso a una vida digna; familias con hijos huérfanos de afectos, desorientadas sin educación ni direccion. En el seno de la familia está el presente y el futuro del rebaño. En ella se fragua el destino de la patria.

Allí donde la vida se ve amenazada, donde la dignidad humana es golpeada por las injusticias, por la inequidad, por la corrupción y por la impunidad, la Iglesia está llamada a levantar su voz profética y, subsidiariamente, colaborar con misericordia para aliviar el dolor y las necesidades de los empobrecidos de nuestra sociedad.

Como arzobispo metropolitano, junto a mis hermanos obispos de la Conferencia Episcopal Paraguaya, del clero arquidiocesano y nacional, de la Conferencia de Religiosos del Paraguay y todo el Pueblo de Dios tenemos la misión urgente de iluminar con el Evangelio las sombras y los pecados sociales que amenazan la vida de nuestro pueblo.

El Paraguay necesita con urgencia signos de esperanza de quienes tenemos responsabilidad ante la sociedad. Si bien nos dirigimos prioritariamente a los bautizados, la tarea del bien común es de todos, sin distinción de credo religioso ni partidos políticos. Es una apelación a todas las personas de buena voluntad, ciudadanos de bien que están llamados a ser parte de una cruzada nacional para el saneamiento moral de la nación. Esta es una tarea urgente e impostergable.

En especial, invito a los laicos a ser discípulos misioneros de Jesucristo en sus ambientes y a no esquivar la directa responsabilidad de “transformar las realidades y la creación de estructuras justas según los criterios del Evangelio” (DA 210). El gran desafío es afrontar la realidad difícil de la sociedad, cada vez más violenta y disgregada, desde la fe cristiana de los bautizados en el mundo.

Así también, pondremos gran empeño y los esfuerzos necesarios para favorecer espacios para el diálogo entre los actores y sectores de nuestra sociedad, que conduzcan a la paz social por el camino de la justicia y la equidad.

Comenzando conmigo, invito a todos los cristianos a dar testimonio de Jesucristo, con hechos y palabras. Sólo así creerán en Aquel que nos envía. Estamos llamados a predicar con nuestras vidas para hacer posible un encuentro con Él de las personas que viven alejadas, para que puedan hallar en Él la plenitud de sentido de la vida y la verdad que nos hace libres, para que encuentren en la comunidad cristiana un ámbito de referencia vital, y sean capaces de trabajar con generosidad en la construcción del Reino de Dios.

Ser pastor significa conocer, conducir, congregar en la unidad, dar la vida. Esta es una misión de los pastores y misión, en un sentido amplio, de todas las personas que tienen una responsabilidad sobre los demás en la Iglesia y en las familias, en la sociedad.

Muchas gracias a todos por su presencia y cercanía espiritual. Me encomiendo a sus oraciones, por favor, recen por mí.

Invocamos para nuestro pueblo y para la Iglesia la bendición de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Para el fiel cumplimiento de esta misión que la Iglesia pone hoy sobre mis hombros, pido la intercesión de la Beata María Felicia de Jesús Sacramentado, la querida Chiquitunga.

Con filial confianza, nos ponemos bajo la protección de la Virgen María, la Santísima Asunción y de San José, su esposo, Patrono de la Iglesia.

Que así sea.

Asunción, 8 de julio de 2022.

+ Adalberto Martínez Flores

Arzobispo Metropolitano de Asunción

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Por CEP

Conferencia Episcopal Paraguaya

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