Lo reconocieron al partir el Pan

Carta Pastoral por el Año de la Eucaristía

A los sacerdotes y demás ministros de la Iglesia,

A los agentes de Pastoral,

A los miembros de movimientos, Institutos de Vida Consagrada,

y todas las asociaciones de vida cristiana,

A los fieles de todas las Diócesis,

A quienes se interesan por el caminar de la Iglesia Católica en el Paraguay,

Queridos hermanos y hermanas,

El pasaje evangélico de Emaús (Lc 24,13-35) acompaña el camino de nuestra Iglesia en un nuevo trienio que iniciamos con el Año de la Palabra y damos continuidad con el Año de la Eucaristía.

El lema de este año, “Lo reconocieron al partir el pan”, lo meditamos en la misma experiencia del lema anterior, “Nos ardía el corazón cuando nos explicaba las Escrituras”.  El camino de Emaús es un ícono de la celebración eucarística, en la que el Resucitado se hace compañero de nuestro andar, nos explica las Escrituras y renueva la Fracción del Pan. El corazón de nuestra Iglesia, encendido en la Palabra de Dios, quiere renovarse en la súplica de aquellos discípulos que le dijeron al Señor, “quédate con nosotros”. Queremos vivir este año con fe y adentrarnos en el conocimiento, en la celebración, en la adoración y en la vivencia de la presencia viva y real del Señor, que nos regala el sacramento de la Eucaristía.

Necesitamos seguir promoviendo el amor a la Palabra.  En el “Año de la Eucaristía” debemos seguir meditando sobre las Escrituras. “En efecto, en la Misa se prepara la mesa tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, en la que los fieles se instruyen y se alimentan” ( IGMR 28).  Jesús es la Palabra eterna hecha carne (cf. Jn 1,14) y Él nos comparte el pan que es su carne para darnos vida eterna (cf. Jn 6,51). Como Iglesia queremos ser el espacio de encuentro con el Señor, que nos convoca con su Palabra para compartir su alimento, su Cuerpo y su Sangre. Por eso decimos en cada misa: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven, Señor Jesús!” Es nuestra misión mantener viva la memoria, crear y fortalecer medios pastorales que favorezcan este encuentro.

Los signos corporales de la celebración eucarística expresan la realidad del encuentro con Cristo, propio de la experiencia de fe.  No es extraño que sintamos añoranza de las asambleas presenciales, que debido a las medidas sanitarias de la pandemia actual hemos debido postergar. Podemos incluso pensar, que no estarían dadas las mejores condiciones para celebrar un año con un tema tan central, pero no es así. La celebración eucarística acompaña todos los momentos de nuestra vida, los buenos y los malos, y nos da la gracia para ahondar en el misterio de Cristo y de la Iglesia.

El misterio de Jesucristo

Los discípulos de Emaús reconocieron a su Señor, mientras  estaba con ellos a la mesa y al realizar el gesto de partir el pan (Lc 24,35).  Sus mentes se habían iluminado con las palabras de Jesús y sus corazones estaban llenos de fervor, para comprender el signo del Maestro.  Por ello,  la Eucaristía es el signo sacramental, que nos ayuda a conocer a Jesús verdaderamente.  San Pablo dice, que “ya no conocemos a Cristo según la carne” (2 Co 5,16), es decir, con criterios puramente humanos.  Lo conocemos como Aquél, que se entregó por nosotros y vive compartiéndonos el don de ser nuevas criaturas en Él.

Por eso meditamos las Escrituras para conocer el “resplandor de la gloria de Dios” que él nos reveló (Hb 1,3) en su vida concreta, en sus palabras, en sus acciones, en la gran gesta de su Pasión, Muerte y Resurrección.  “El verdadero Jesús”, Hijo de Dios, hombre de carne y hueso, de discernimiento, decisiones, oración, amor apasionado al Padre y a la humanidad, viene a nuestro encuentro en la Eucaristía.  La presencia “real” nos dice que bajo las especies eucarísticas está realmente presente Jesús.

La Eucaristía nos abre a todas las dimensiones del Misterio de Jesús, que es mayor que nosotros y no puede reducirse a la medida que nosotros deseamos. Es un banquete, iniciado en la noche del Jueves Santo antes de la Pascua, en el que somos convidados a recibir el don: «Tomen, coman… Beban todos…» (Mt 26,26.27). Dios hace comunión con nosotros y quiere que vivamos esa comunión entre nosotros. La Eucaristía es el sacrificio, que se ofrece una vez por todas, en el que hacemos memoria (cf. Lc 22,19) y se hace actual la entrega del Resucitado, que sufrió y murió por nosotros. En la celebración eucarística, no sólo el pasado se hace actual, también se anuncia y anticipa el futuro en la última venida de Cristo, principio y fin de todo lo creado. Estas verdades nos llenan de esperanza, porque nos recuerdan que no estamos solos.  Jesús permanece con nosotros hasta el final de los días (Mt 28,20).

El misterio del “Cuerpo de Cristo”

La Iglesia, Cuerpo de Cristo, camina con su Señor. Somos un cuerpo vivo gracias al Espíritu Santo que nos anima y a la presencia de Jesús que se renueva en cada memorial que celebramos. La Eucaristía es fuente de la unidad eclesial y su máxima expresión.

La fe en el Cuerpo de Cristo es fundamental.  Afirmamos y creemos que el pan y el vino que compartimos son el Cuerpo y la Sangre de Cristo.  Al comulgar nos unimos al cuerpo de la Iglesia misma, en la comunidad, en la creación, en los más pobres, en todas las situaciones donde están “esos pequeños que son (sus) hermanos” (Mt 25).  El cuerpo de Cristo abarca una inmensa red y es una red corporal, no meramente virtual.  San Juan, en su primera carta, nos exhorta a vivir la comunión integralmente: “todo el que confiesa que Jesucristo realmente se hizo hombre es de Dios” (1 Jn 4,2) y por ello “si alguien dijera: ‘Amo a Dios’, pero aborrece a su hermano, sería un mentiroso” (1 Jn 4,20).  Estar unido al Cuerpo de Cristo en la celebración eucarística es amarlo en la familia, en la comunidad, en la sociedad, en los que sufren. La liturgia del Cuerpo de Cristo, la Iglesia, es inseparable del servicio en la vida cotidiana y en la acción social.

El misterio de la comunidad

“La Eucaristía es fuente y culmen” de la vida eclesial (Lumen Gentium 11), pues ella contiene toda la riqueza de la vida cristiana. Queremos “vivir eucarísticamente” comprendiendo y asumiendo el significado de este don en plenitud. El rito en el que conmemoramos y compartimos el pan eucarístico resume el misterio de la fe, de la vida y de la misión de la Iglesia.

Cada vez que celebramos la Santa Misa estamos llamados a hacer realidad el ideal de comunión, como lo hicieron los Apóstoles en la primera comunidad: “un solo corazón y una sola alma” (Hch 4,32). Los primeros cristianos compartían los bienes espirituales y también los materiales (cf. Hch 2,42-47; 4,32-35). Este Año de la Eucaristía, en el marco de la crisis social y económica de la pandemia, debe ser un tiempo para acercarnos a vivir lo más posible este gran ideal de la solidaridad, al que el Señor nos convoca a compartir lo que somos y lo que tenemos.

Jesús llamó a un grupo y vivió en cercanía con ellos.  Los llamó “amigos” (cf. Jn 15,15).  La vida cristiana tiene una dimensión comunitaria fundamental.  En la comunidad interactuamos y nos “topamos” con el cuerpo de Jesús en el cuerpo de los hermanos y hermanas.

La Iglesia se reconoce como “cuerpo místico” de Jesús, realidad que San Pablo al comparar los múltiples miembros del cuerpo con la vida de la Iglesia (1Co 12, Rm 12).  En la vida comunitaria, el Evangelio es mucho más que un “mensaje”, es una vivencia, en la que se abraza concretamente el camino de Jesús.  La comunidad es el primer sacramento: escuchando, compartiendo alegrías y penas, participando, ofreciendo nuestros talentos, discerniendo, superando conflictos, practicando el perdón y la reconciliación, vivimos, “somos” el cuerpo de Cristo.  Por esto no hay una “eucaristía privada”.  Siempre hacemos eucaristía en comunidad para recibir el don de la comunión.  La vida comunitaria es el pre-requisito de la celebración eucarística.

El misterio de los ministros

Los ministros de la Iglesia son nuestros hermanos.  Todos juntos celebramos la eucaristía.  A los ministros les toca saludar, bendecir, pronunciar las palabras por Jesús, en nombre de él, siendo como él, sacramentalmente, en medio de nosotros. Les toca presidir, ser los primeros en manifestar que todo lo recibimos del amor gratuito de Dios, para compartirlo también gratuitamente. La misa no es de uno, no es propiedad de algunos, es siempre la acción de Dios en medio de nosotros que recibimos con alegría.

Debemos rezar por nuestros obispos, por nuestros presbíteros, por los diáconos y por todos los ministros extraordinarios que sirven en la celebración de la Eucaristía y en la vida de la Iglesia. Ellos deben sentir y vivir la profundidad del ministerio, del cual son servidores. De este modo enseñan a los fieles a vivir eucarísticamente, en comunión y en acción de gracias.

Queremos que cada uno redescubra su vocación en el único Cuerpo de Cristo, cada cual en su ministerio y misión propia, con sus talentos y carismas. En este Año de la Eucaristía esperamos que se renueve el ardor apostólico de los obispos. Que obispos y presbíteros celebren cada día la Santa Misa con alegría y fervor, como testigos y anunciadores del Amor de Dios, concretizado en el Pan Consagrado que sostienen en sus frágiles manos.  Que los diáconos y los ministros de la Palabra, de la Sagrada Comunión y del altar, sean ejemplo como servidores y tomen conciencia viva del don recibido, que nos posee a nosotros y del que no podemos adueñarnos.  Que los candidatos a los sagrados órdenes se hagan amigos sinceros de Jesús en torno a la mesa, en la que somos una sola familia.  Que los consagrados y las consagradas lleven y contemplen a Jesús en sus corazones y en los corazones de todos los hijos e hijas de Dios, como sagrarios vivos de su presencia. Que todos los fieles descubran el don eucarístico con su gracia que nos lleva a ser santos en la vida cotidiana en el mundo, en la profesión y ocupación de cada uno, sea niño, joven, adulto o anciano. Que la familia se haga Iglesia y recupere su belleza en el amor ofrecido de esposos, padres, hijos, hermanos, abuelos y todos los allegados al grupo familiar.

El misterio del amor

El Papa Francisco en su última encíclica “Todos Hermanos”, nos recuerda que la comunidad no es un club o círculo cerrado.  La verdadera fraternidad está abierta a una dimensión universal y la familia al bien común, de lo contrario se transforma en mafia (Fratelli Tutti 28).  En esta pandemia, mientras celebramos con asambleas reducidas, tenemos más conciencia de estar allí con muchos otros: parientes, vecinos, gente que no pudo estar por enfermedad y otros impedimentos y, más allá todavía, con todo nuestro mundo en plena crisis sanitaria, económica, ecológica.  La pandemia, si así lo decidimos, nos hace más sensibles y más solidarios.

En la Eucaristía, Cristo convoca a toda la humanidad, vivos y muertos, a toda la creación para dar gracias (cf. Gn 1,31) y para transformarla en su cuerpo y sangre, alimento para la vida del mundo.  Por esto, no vamos a misa para conformarnos con nuestro pequeño círculo sino para abrirnos al amor infinito del Padre por el Hijo, en el que nos abarca como hijas e hijos adoptivos.

Desde esta primera contemplación de la Trinidad somos a la vez incluidos y enviados.  Entramos en el misterio de Dios que ama y Él nos invita a seguir su mirada y amar de la misma manera radical: a los pobres (Lc 6,20), a los enemigos (Mt 5,44), a los forasteros (Mt 25,35), a los criminales (Lc 23,43)…

En la Última Cena según el evangelista Juan (13,1-20), el servicio es esencial.  San Pablo insiste en que la eucaristía sin caridad es una contradicción (cf. 1 Co 11,17-22.27-34).  Hoy, en la mesa eucarística, nos comprometemos a edificar una sociedad más equitativa y fraterna donde el   amor supera el afán de poder, la justicia supera  el afán de tener y la alegría de compartir supera el afán de acaparar egoístamente.

Solamente en el amor mutuo y en la atención a los más vulnerables se nos reconocerá como verdaderos discípulos de Cristo (cf. Jn 13,35; Mt 25,31-46), ayudando en todas partes a superar las barreras que nos distancian y nos dividen.  Este tiempo de pandemia nos hace tomar conciencia que en nuestra sociedad fracturada y polarizada, hay hambres que saciar: el hambre de vida digna, de tierra, techo y trabajo, el hambre de justicia y de paz, de educación y salud, el hambre de ser parte de una comunidad honesta, fraterna, solidaria, el hambre de ser familia, de reconciliación, de diálogo, de respeto, de seguridad,…  Hay hambre también de sentido de la vida, un hambre insaciable que busca lo incorruptible, lo eterno.

El misterio de la Creación

La Eucaristía es acción de gracias, en la que Jesús, en su sacrificio, en su obediencia incondicional a la voluntad del Padre, da su “sí” y bendice a toda la humanidad y a toda la creación. El misterio eucarístico nos reconcilia con el Creador y con la Creación, recordándonos que somos responsables en el cuidado de la Casa Común, que nos brinda alimento, hogar, abrigo y fuente de vida y salud.  Toda la vida cristiana debe ordenarse al bien común, en la familia, en la escuela, en la fábrica, en las instituciones públicas y en las empresas privadas.  Cuidar el bien común es participar de la comunión que sostiene la vida.

Los que decimos “gracias”, celebrando la Eucaristía que ofrecemos en Cristo por todos, debemos ser testigos/mártires que están dispuestos a dar su vida para que todos tengan vida.  Queremos una “cultura de la Eucaristía” que promueva una cultura del diálogo, que da fuerza y alimenta la vida, que fomenta encuentro, tolerancia, respeto, solidaridad, fraternidad, valores humanos universales que dan solidez y sentido a nuestra vida social.

La Eucaristía convoca a toda la creación porque en Cristo todo fue creado “lo del cielo y lo de la tierra, lo visible y lo invisible, tronos, dominaciones, principados, potestades, todo” (Col 1,16).  La creación es otro cuerpo, que debemos aprender a cuidar solidariamente: “la Eucaristía es de por sí un acto de amor cósmico” (Laudato Sí 236).  Vivir eucarísticamente es un compromiso con una “ecología integral” (Laudato Sí cap. 4).

Nuestra Pastoral Social Nacional trabaja en la formación de agentes de la ecología integral, y a muchos fieles comprometidos en el campo de la justicia social y del cuidado del medioambiente.  Hay que unirnos mucho más y avanzar con propuestas, acciones y proyectos que generen una nueva conciencia y una nueva práctica ecológicas, superando los modelos de consumo, de autosuficiencia egoísta, de explotación sin criterio y de lucro desmedido. En la eucaristía saludamos a la tierra que produce frutos, a la labor humana que los transforma, a la comunidad festiva que los comparte en espíritu de acción de gracias.  Actualizando y restaurando este ciclo, vivir eucarísticamente es ser y cumplir con las palabras que se pronuncian en la ordenación de los presbíteros, cuando se les entrega la patena y el cáliz: “considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor.”

En otras palabras, presentar los frutos de la tierra en la eucaristía es asumir que no se transformen en cualquier cosa, en ganancia fácil y egoísta, en desechos y basura, en injusticia y desigualdad, sino en el cuerpo y la sangre de Cristo.

Sabemos de los desequilibrios sociales y ambientales en los que vivimos, pero nuestra conciencia sufre una grave ceguera y una negación que agudizan los problemas.  La pandemia deja un balance de heridas y traumas: desempleo, violencias, angustia, depresión, suicidios,…  El personal de la Salud está agotado.  El mundo de la educación está muy afectado, tanto los alumnos como educadores.  En este contexto conviene volver a marcar el “poder sanador” de la eucaristía que restaura y sana porque nos vuelve a abrir al amor universal.  Así volvemos a expresar el sentido de nuestro destino común: todo “por Él, con Él y en Él” hacia el Padre, en la unidad del Espíritu Santo.  Esta apertura sana de verdad.  Recordemos el episodio donde Jesús dice al sordo: “¡Ábrete!” (Mc 7,34), y se sanó.

Si la vida de la Iglesia es comunión, entonces el proyecto de Dios nos abre a la solidaridad con todo lo creado. La misa, en cualquier lugar donde sea celebrada, debe recordarnos su carácter de universalidad, que nos compromete a cada cristiano no solamente con la realidad local sino con ese mundo mejor, libre de violencia, de corrupción, de ideologías y de vicios que matan, engañan, pervierten y dañan.

Pistas pastorales

Celebrar, adorar y contemplar  el gran misterio de la Eucaristía es el compromiso que no debe ser olvidado, haciendo que la Santa Misa sea el centro de la vida cristiana, que cada comunidad celebre decorosamente, buscando la belleza de la celebración en su sentido, en sus formas simples, en su rica tradición. La participación armoniosa de todos hace brillar el misterio y destaca el sentido sacro de todos los momentos de la Eucaristía. Esperamos, aún con las medidas sanitarias, que recordemos y vivamos el Día del Señor, y que nuestras asambleas, aunque sean afectadas en su número, destaquen y den brillo a la celebración. Que la presencia de Jesús tanto en la comunidad reunida como en la reserva del Santísimo Sacramento, atraiga a muchos por el fervor de los amigos de Cristo. Que toda la pastoral de la Iglesia se nutra y se sostenga en Cristo Eucaristía.

En ese sentido, nos permitimos marcar algunos ejes de nuestra animación pastoral durante el Año de la Eucaristía.  Estos ejes corresponden “al hambre y la sed” que sentimos en medio de nuestro pueblo.

Hay hambre y sed de una vida digna.  Muchas familias tienen que dedicar gran parte de su tiempo y energías para conseguir una alimentación deficiente e insuficiente.  Nuestra Iglesia debe profundizar su compromiso en la erradicación de la pobreza.  Que todos puedan acceder a la comida festiva y la reunión significativa simbolizadas en la Eucaristía.

Hay hambre y sed de integración.  Nuestra sociedad dividida aspira a una reunión y una gran reconciliación, fundada en la misericordia y la verdad.  Celebrar el Año de la Eucaristía debe abarcar a todos los grupos sociales e integrar todas las dimensiones de la vida cristiana para que la Eucaristía sea realmente “fuente y culmen”.  En las diócesis, en las parroquias, en las comunidades, todos debemos buscar cómo celebrar y cómo profundizar cada uno desde su realidad y desde su carisma: catequesis, liturgia, pastoral familiar, pastoral social, pastoral de juventud, grupos, movimientos, etc.  Hay hambre y sed de inculturación.  Debemos hacer un esfuerzo para que la celebración eucarística, sin perder su sentido y tradición, hable a nuestro pueblo hoy, en su lenguaje, en su realidad, en su cultura.  Aquí destacamos y valoramos el trabajo intenso para la elaboración del misal y leccionarios en guaraní.  Debemos seguir trabajando en este sentido.

Hay hambre y sed de formación.  La Eucaristía nos remite a nuestra catequesis y a nuestra formación permanente. Muchos dejan de formarse después de la primera comunión celebrada cuando niños o preadolescentes.  Necesitamos cristianos maduros, adultos en la fe, que sepan responder de su fe en la cultura y en los desafíos de hoy, que desarrollan competencias que sirven a la comunión, a la reconciliación, a ser agentes de paz y de justicia en la sociedad.  Necesitamos profundizar la experiencia del encuentro con Cristo, descubrir nuestra vocación, llegar a desplegar plenamente los talentos que Dios nos regaló. Hay que seguir impulsando procesos de formación, no solamente espacios.

Hay hambre y sed de participación.  Algunos se acomodan muy bien de un modelo pasivo de presencia en las asambleas eucarísticas y en la vida comunitaria.  Otros son más inquietos. Todos nos debemos sacudir y ser Iglesia viva, activa, donde todos los dones son importantes, todos los miembros, hasta los más humildes, son preciados.  Debemos convertirnos a la sinodalidad, no en palabras, sino en acciones concretas. Necesitamos madurar todos en la cultura del diálogo, de la resolución de conflictos, en sentido de comunidad y en estilos de conducción que impulsen el compromiso, la participación, los procesos de tomas de decisiones con sentido eclesial. Se necesita que cada parroquia cuente con los consejos y equipos formados, activos, conscientes de su misión de discernir y proponer a la Iglesia caminos de conversión y renovación.

Hay hambre y sed de reunión.  No sabemos qué nos reserva el futuro, particularmente en este tiempo de pandemia.  Nos atrevemos a proponer la celebración de un congreso eucarístico nacional en Caacupé el 17 de octubre 2021, precedido de congresos diocesanos a celebrarse en torno a la fiesta de Corpus Christi (3 de junio).  De esta manera acompañamos la celebración del 52° Congreso Eucarístico Internacional a celebrarse en Budapest del 5 al 12 de septiembre 2021.  Podemos empezar a preparar, sabiendo que tendremos que adecuar nuestra planificación a la evolución de las condiciones sanitarias.  En todas partes, tenemos que volver a aprender, dentro de la nueva realidad pandémica y post-pandémica, a estar juntos, no sólo por necesidad, o para evadir nuestra propia vida interior, o por intereses propios, sino para ser “uno como el Padre y el Hijo”, santificados en la verdad (cf. Jn 17,17.19.21).

Hay hambre y sed de presencia.  En muchos aspectos de nuestra vida personal y social, sentimos la importancia de la mirada benevolente, el aprecio, el acompañamiento, la guía,… en fin, la presencia dada y recibida para el crecimiento de todos, lo que Dios no deja de mostrarnos en Jesucristo.  Es una dimensión esencial de nuestra fe y de nuestra misión como Iglesia y la celebramos en muchas devociones eucarísticas como la adoración y las procesiones.  Ahí nos dejamos tocar por la presencia de Cristo  en medio de nosotros delante de quién nos quedamos en actitud de silenciosa confianza y también nos sentimos enviados a acompañar así a nuestros hermanos y hermanas.  Durante el Año de la Eucaristía, fortaleceremos esas devociones con fervor y belleza.

Hay hambre y sed de una vida cristiana más significativa, y esto no tiene otro nombre que santidad. Pedimos al Señor, que avive la santidad de su Iglesia. Los santos han encontrado en la Eucaristía el alimento para el camino de perfección.

Queremos ser también santos de hoy. Por eso imploramos también a nuestra Madre Santísima y nos ponemos todos bajo su amparo. Como Ella, en cuyo seno se encarnó el Verbo Eterno, queremos ser la Iglesia que da a luz a los nuevos Cristos de este tiempo.

Que celebremos este año eucarístico, pronunciando convencidos: ¡Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar y la Virgen concebida sin mancha de pecado original!, y reavivemos la verdadera devoción que es centro y culmen de toda la vida eclesial, como lo muestra Ella, la primera seguidora y adoradora de Jesús.

Con nuestra bendición,

Los obispos del Paraguay

Diciembre 2020

Carta Pastoral 2020, Eucaristía

Por CEP

Conferencia Episcopal Paraguaya

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