Queridos hermanos/as:

Va llegando a su término el año 2020, año complicado, y difícil de olvidar en el futuro. Se vino cargado de incertidumbre, un año marcado por la amenaza a la vida por causa de una “pandemia” que, a pesar de los admirables avances de la ciencia y de la tecnología, sigue su curso de invasión incontenible, irrumpiendo en todas las esferas sociales, desde las humildes paredes a los muros más infranqueables de los palacios más vigilados e impenetrables del mundo. El Señor Jesús declara que “nada hay oculto si no es para que sea manifestado; nada ha sucedido en secreto, sino para que venga a ser descubierto” (Mc 4,22). Ahora, resulta difícil conocer la verdad acerca del origen de este virus del “covid-19”; pero, sostenidos en la Palabra del Maestro, abrigamos la esperanza en que habrá “luz” – en el futuro – sobre este mal.

Este mal – que afecta a la salud pública – se suma al rápido deterioro de la moral pública y privada que involucra, últimamente, incluso algunas investigaciones científicas que prescinden de la ética para orientarse hacia el bien. En esta misma perspectiva, se observa el interés económico insaciable de algunos líderes que buscan sacar rédito de esta situación, razones que arrojan dudas respecto a diversas explicaciones ensayadas, aun aquellas aparentemente fundamentadas. Cristo, Nuestro Señor, sale al paso de estas actitudes y acciones humanas egoístas denunciando con claridad que “nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24). Esta situación de duda y desconfianza – que genera una “cultura de la sospecha” – permite, no obstante, el impulso religioso mediante el cual nos refugiamos – cada vez con mayor confianza – en nuestra fe cristiana porque – como dice el Papa Francisco – son las “raíces más profundas las que nos sostienen en la tormenta”.

Aún en esta situación de crisis, las bendiciones del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo y de la Virgen de los Milagros de Caacupé llegaron, sin duda, generosamente a todo el país. Pudo haber sido peor nuestra situación en la pandemia, pero la fe del pueblo es siempre tan firme y constante que las estadísticas comparativas nos tranquilizan bastante… hasta ahora. Gracias a Dios, la gente sencilla, con un profundo sentido religioso, se ha manifestado de manera piadosa, solidaria y festiva. Estas actitudes nos mantuvo fuertes y unidos en torno a la Palabra del Señor; “de modo que podemos decir confiados: El Señor es mi ayuda; no temeré. ¿Qué puede hacerme un hombre”? (Hb 13,6).

No obstante, los episodios de dolor son inevitables en estos casos de contagio fácil por falta de una vacuna preventiva. Por eso, hacemos llegar nuestras más sentidas condolencias y oraciones para todas las familias que soportaron – y siguen sufriendo – la partida de sus seres queridos como consecuencia de este virus de circulación planetaria, o por cualquier otra causa. Pues, como rezamos en el Misal, “aunque la tristeza de morir nos entristece, nos alegra la esperanza de la feliz resurrección”. Y el mismo Señor Jesucristo proclama: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre” (Jn 11,25b-26).

El Papa Francisco nos anima y nos exhorta a no “dejarnos paralizar por el miedo”. No pocas veces el miedo nos bloquea, nos inmoviliza. El Santo Padre nos dice que “si de algo tenemos que contagiarnos que sea del amor”; del amor a Dios, del amor al prójimo, al hermano, porque nadie tiene noticias ciertas ni puede predecir sobre el probable final de esta historia. No obstante hermanos, como somos hijos de Dios, plenos de fe y de esperanza, estamos convencidos que esta situación será superada; y nuestra Patria, la “Patria Soñada” de nuestro gran artista compatriota Carlos Miguel Jiménez, saldrá adelante.

“Fulgura en mis sueños una patria nueva/ que augusta se eleva de la gloria al reino…”

“Es un paraíso sin guerra entre hermanos/ rico en hombres sanos de alma y corazón/

“Con niños alegres y madres felices/ y un Dios que bendice su nueva ascensión”.

¡Qué hermosas palabras! Suenan, poéticamente, como un augurio, casi un anuncio profético de feliz realización de aquello que el pueblo paraguayo necesita, y que puede hacerlo: lograr que esta crisis se convierta en una oportunidad de transformación, de cambio de mentalidad y de conducta, un “aire fresco” de esperanza. Nuestro ilustre literato Augusto Roa Bastos lanzaba su amarga queja diciendo que “el Paraguay es un país del cual se enamoró el infortunio”. En el mismo sentido también se había expresado el respetado jurista Teodosio González en su libro “Los infortunios del Paraguay”, escrito ya allá por el año 1931 tras observar impotentes, ambos autores, la repetición de tantas tragedias de guerras internacionales, guerras civiles, cuartelazos, saqueos, traiciones y postergaciones de todo tipo.

Pablo de Tarso, el “apóstol de las gentes”, escribía cartas a las comunidades y a los cristianos con el fin de ayudar al crecimiento de la Iglesia: escribía para corregir, amonestar, animar, exhortar e invitar a la superación de las dificultades (cf. 2 Tim 4,1-5). Así también, mis queridos hermanos y hermanas, esta “segunda carta dirigida al pueblo paraguayo”, y a todos sus habitantes, sean o no paraguayos, sean o no católicos es una invitación a poner fin, por decisión personal y comunitaria, este largo idilio con el infortunio, de construir el sueño de Carlos Miguel Jiménez, pero pasando del sueño a la acción decidida y firme de cambiar, nosotros como Hijos de Dios y ciudadanos corresponsables, la gestión colectiva.

Observamos con tristeza tantas muertes, tanta precariedad de infraestructuras en la salud púbica, a pesar de la cantidad de nuevas unidades sanitarias habilitadas por causa de la pandemia; tantos profesionales de la salud sin suficientes elementos de trabajo y bajo salario; tanta corrupción en medio del dolor; tanta impunidad en torno a la narcopolítica, que aprovecha la concentración de la opinión pública en la agenda única de la pandemia para que políticos recluidos recuperen no solamente sus libertades sino también sus bancas en el Congreso de la República y todo tipo de privilegios, despreciando el Estado de Derecho y desafiando las Palabras del Señor. La narcopolítica es lastre y pesada carga para nuestro sufrido país. El Papa Francisco suele exclamar: “Pecadores sí; corruptos no!” Porque todos somos pecadores llamados a la conversión; pero el corrupto es aquel que hace del pecado, del fraude, del contrabando, de la injusticia, y del uso y abuso del poder un sistema endémico como un cáncer que hace metástasis.

Qué infortunio realmente parece todo esto. ¡Pero no! No debemos dejar que el país zozobre por unas cuantas almas sin piedad. El infortunio no se enamoró del Paraguay. Jesucristo es el que está enamorado del Paraguay y parece que no nos damos cuenta. Este paraíso llamado Paraguay, lleno de riquezas naturales, de gente linda, cordial, productiva y pacífica es resultado de la integridad de la Creación; es producto del amor de un Dios bueno y de las bendiciones de la Virgen María que se solidariza constantemente con su pueblo cuando sufre con sus dolores y se alegra con sus triunfos. Jesucristo resucitado en su carta a la Iglesia de Éfeso, en el libro del Apocalipsis, exhorta a la comunidad que tome conciencia que ha caído; y le invita al arrepentimiento porque “su amor primero” ha venido a menos, lo ha perdido. Así el Paraguay está llamado a recuperar aquel amor primero, los valores fundacionales de la nación (la fe y el patriotismo), volver a su “conducta primera” (Ap 2,4-5), a las “raíces” que le dieron su identidad.

Cuanto más nos acerquemos a la Eucaristía y a los Sacramentos, más sentiremos la presencia del Señor en nuestras vidas y tendremos más energía para combatir las desventuras de nuestra nación hasta descubrir que Dios nos regaló, aquí en la tierra, un hermoso país: tanta gente de bien, hogares felices que viven en concordia y armonía. En cada distrito que progresa, mediante el esfuerzo honesto de sus habitantes notamos la gracia de Dios que actúa y acompaña. Así también acontece en la capacidad contemplativa, capacidad para percatarse y disfrutar plenamente de la grandeza y belleza de la creación, “hechura de las manos de Dios” (cf. Ef 2,10).

Todos nosotros entendemos que una mala política con una mala administración de los recursos, más un enfoque erróneo del “Proyecto País” son los factores que permiten que unos sufran y otros disfruten de excesivos e indebidos privilegios. Para Dios, y para las leyes nacionales — acordes con las internacionales — “todos somos iguales”. En el plan de Dios y en las normativas jurídicas nadie, en particular, tiene, privilegios. Esta disposición es de sentido común para que todos tengan igualdad de oportunidades sin más requisito que la capacidad, los méritos y el espíritu de servicio. Paraguay es un “paraíso”- ya lo hemos dicho – por su geografía, por su gente, por su historia llena de heroísmos y sacrificios. Por eso, necesita recuperar su “norte”, poner fin a la desigualdad, superar las luchas y confrontaciones estériles que nos hacen desiguales; ganar la batalla contra quienes tienen una política de la marginación; vencer a quienes se creen dueño de todo y pretenden eternizarse en el poder acumulando ilegal e ilegítimamente casi todo!! Resuena tan actuales, en este sentido, aquellas denuncias del “pastor de Técoa”, el profeta Amós:

“¡Ay de los que convierten en ajenjo el derecho y tiran por tierra la justicia, detestan al censor en la puerta y aborrecen al que habla con sinceridad! Pues bien, ya que vosotros pisoteáis al débil y le cobráis tributo de grano, habéis construido casas sillares, pero no las habitaréis; habéis plantado viñas selectas pero no cataréis su vino. ¡Pues conozco vuestras muchas rebeldías y vuestros graves pecados, opresores del justo, que aceptáis soborno y atropelláis a los pobres en la Puerta…” (Am 5,7-12).

No debemos esperar que termine la pandemia para diseñar un país viable y justo para todos. Utilicemos el talento y la inteligencia de tantas personas que estudiaron y se especializaron aquí y en el exterior para trabajar por su país, y que a pesar de sus altas calificaciones continúan con los sueños de Carlos Miguel arrugados en sus mochilas, esperando oportunidades, esperando que quienes acaparan las tomas de decisiones den un paso al costado, honrando los principios republicanos de la alternancia y de la dinámica del servicio político para que los distintos puestos y cargos puedan ser ocupados y gestionados conforme con los méritos, la capacidad, la experiencia y, sobre todo, por un gran espíritu de servicio. El gerenciamiento de la cosa pública no está reservado para una especie de nueva realeza plutocrática que se atrinchera en los cargos entendidos como poder de dominio discrecional. No!!! No puede ser así. No debe ser así. Cristo nos enseña que el “poder” es servicio porque Él mismo vino no para ser servido sino para servir y dar su vida como rescate por una multitud (cf. Mt 20,24-28).

Es necesario también que, finalmente, la gente termine por entender que el “prebendarismo” y el “clientelismo” son parches que prolongan la agonía de los más necesitados. Que se ponga punto final al “regalo” o “venta de votos” y que cada uno se haga responsable de los errores o aciertos en la elección de quienes dirigen los destinos del país. Prebendarismo, clientelismo, compra y venta de votos son la “cara visible” de la corrupción; signos de que hemos perdido la vergüenza como sociedad y como comunidad nacional. Estas prácticas se han tornado tan recurrentes que la gente ya no se percata de la diferencia entre el bien y el mal y del daño que se hace a la nación.

Probablemente, algunas personas volverán a esgrimir el consabido argumento de que la Iglesia “no debe meterse en política”, pero conocemos bien esa historia que está plasmada en las Cartas Pastorales de años anteriores, como “el Saneamiento moral de la nación”, situaciones que han obligado a la Jerarquía a poner las cosas en su lugar cuando se trata de caminar juntos en un proceso que requiere del concurso de todos y no solamente de la “sabiduría” de unos cuantos. La Iglesia es “Madre y Maestra”, experta en humanidades; y como se había expresado san Juan Pablo II, en el Palacio de los López, durante su visita al Paraguay: “No se puede confinar a la Iglesia en las sacristías y en la intimidad de las conciencias”. Porque ella, fiel a su misión, debe anunciar el Reino y denunciar todo aquello que obstaculiza el plan de Dios: injusticias, robos, calumnias y difamaciones, mentiras, asesinatos, secuestros y tantos crímenes.

Frente a signos de alarmantes rebrotes y repeticiones de regímenes ya superados, aunque con nuevos rostros y refinados sistemas de dominio y exclusión es importante recordar a los cristianos que la Iglesia “por voluntad de su Fundador, es esencialmente trascedente, es decir, desborda todo proyecto humano y todo esquema político temporal. La Iglesia existe en este mundo como signo de la liberación total del hombre, en dependencia del acontecimiento pascual de la Resurrección de Cristo, primicia del hombre nuevo. Pero se encuentra lealmente comprometida”. Esto ya lo decían los Obispos del Paraguay en 1969 en la carta “La Misión de la Iglesia”, durante el régimen fuerte.

Por eso hoy tenemos el deber de afirmar que el Paraguay – en todos los estamentos – necesita líderes lúcidos, bien formados, con espíritu de servicio, mente amplia, honestos y verdaderamente patriotas; en otras palabras, “hombres nuevos”, capaces de conducir a su pueblo hacia un destino de grandeza. No se debe seleccionar a los guías de la sociedad por simple afecto, simpatía o conveniencia particular. Selecciones de este tipo tienen su impacto y consecuencia negativos. Las medidas que hoy fueron tomadas para paliar la pandemia tienen su costo -y muy elevado, por cierto- especialmente en el campo de la Economía y la tendrá inevitablemente en el futuro, tal vez – incluso – con mayor agudeza. Por eso, necesitamos gestores honestos, íntegros, leales a la causa nacional.

Para que hoy pueda sobrevivir una franja desposeída de la población se depositó una pesada carga en los hombros de los hijos y nietos del mañana: grandes deudas y gastos innecesarios, déficit y enormes agujeros presupuestarios, quiebras de pequeños y medianos productores, desempleo e informalidad, que junto al contrabando y la corrupción vacían las arcas públicas y postergan las urgentes y necesarias inversiones sociales. Es hora de hacer cambios profundos, pues, tal vez, mañana, las consecuencias de la inacción lleguen a ser peores que el ataque del virus, hoy. Lucidez e inteligencia deben ser las consignas; “estar preparados”, “ser previsores” como se nos inculca, cotidianamente, en este tiempo de Adviento.

Mientras el olvido, la marginación, la injusticia y los privilegios concentrados en pocas manos continúen en el Paraguay como Políticas Públicas de hecho, la violencia en cualquiera de sus formas será apenas una agria consecuencia marcada por la precariedad, el oportunismo político y la degradación humana. La víctima será siempre la misma, una sociedad desorganizada y desamparada, como los “pobres de la tierra” (Am 8,4), frente a un poder sobreprotegido y reasegurado sólo para él mismo, para su egoísta y limitado universo.

No habrá paz mientras no tengamos justicia proba que garantice nuestros derechos, ni habrá seguridad mientras modestos trabajadores son despojados de sus humildes pertenencias en la vía pública, ante la mirada de las fuerzas del orden, como no hay paz hace tiempo en los hogares de Edelio Morínigo, Félix Urbieta y Oscar Denis. Para quienes mantienen secuestradas a estas personas, u ocultan la verdad sobre ellas, exigimos en nombre de Dios, la Virgen de Caacupé y las leyes del país que pongan fin a sus crímenes y se sometan a la justicia. No es hermano, hermana ni madre aquel que ignora la voluntad del Señor de respetar la libertad del ser humano, pero nosotros rezaremos por ellos para que se cumpla la ley si llegan a tener el valor de renunciar a la violencia y de vivir en un Estado de Derecho. Recordemos siempre que la “paz”, bien supremo enunciado en el programa de Jesús, en el Discurso del Monte (Mt 5,9), no se consigue por la violencia sino por medio de la justicia (Sant 3,18).

Sin embargo, todo parece indicar que el infortunio realmente puede volver a reinar con una segunda ola del virus y con las improvisaciones e inacciones en el manejo de la cosa pública. La buena noticia es que tenemos las armas para enfrentarlo. Necesitamos personas que decidan empuñar las armas del valor, la tenacidad, la sabiduría, la ética, la decencia. Jambo ykéma vaerã jahávo la ñande rekove ymaguare (“necesitamos dejar de lado nuestra anterior costumbre”) de esperar mansamente que todo venga de arriba, de permanecer indiferentes y egoístas; necesitamos involucrarnos, participar, tomar responsabilidades, apoyar o rechazar, equivocarnos si es necesario, pero movernos, no permanecer estáticos y fatalistas. Pero eso sí, siempre con la protección de nuestra salud y la de los demás y manteniendo la distancia. Si es verdad que alguien dijo que Paraguay puede ser la Suiza de América, yo le doy la razón. Ja guereko paite la upevaerã, ñanderehénte o dependé.

No olvidemos que al inicio de la pandemia se habló y se asumió el compromiso de hacer reformas para garantizar la viabilidad de nuestro país en una crisis, de prever las consecuencias, de aprender del pasado y de experiencias similares que registra la historia. Se habló de recortar todos los privilegios en la función pública, de suprimir los gastos superfluos, de achicar el aparato estatal que es innecesariamente grande – desde hace tiempo -; se prometió reforzar los presupuestos de salud y de las instituciones vinculadas a la reactivación económica. Todas estas medidas hacían falta mucho antes de la pandemia, era una cuestión de simple sentido común, ni siquiera de una inteligente y complicada elaboración de políticas públicas. Queda la tarea de cumplir lo que se ha diseñado y prometido por el bien de este sufrido pueblo.

Queridos hermanos, estoy seguro que saben o pueden imaginarse la enorme incertidumbre de que fuimos objeto los responsables de organizar, como todos los años, las festividades de Caacupé. Como nunca, esta vez, he sentido el peso inmenso de la responsabilidad de decidir con respecto a la suspensión o no de la peregrinación debido a los riesgos que representa esa forma de manifestar la fe para la salud pública. He pensado mucho, he reflexionado largamente, consultado y discutido con otros hermanos involucrados en este acontecimiento. Estamos ante una situación en que un virus cambió la vida pública, la familiar y laboral de las personas, ubicándonos en un escenario donde lo único claro es que esta pandemia logró desenmascarar la vulnerabilidad del ser humano, a pesar de su saber o su ignorancia, de su riqueza o su pobreza. Es, sin duda, una señal de Dios en un tiempo que exige pruebas de lealtad y compromiso y de elección frente a la duda para quienes están obligados a orientar o reorientar la vida de los pueblos hacia el camino correcto que nos conduce a Dios y la vida civilizada de los tiempos modernos.

Dentro de poco estaremos en Navidad, fecha sensible y conmovedora para la Iglesia y por ende de regocijo en cada uno de los hogares cristianos. A pesar de las dificultades, de las restricciones y de las advertencias sanitarias que limitaron las manifestaciones de fe y la veneración del pueblo a la Virgen de Caacupé, nuestro Señor Jesucristo nacerá nuevamente en la Navidad, en cada uno de los hogares, y con su presencia tendremos la oportunidad de renovar nuestro compromiso con la palabra del Señor, de reforzar los lazos familiares, muy atacados en estos momentos, de fortalecer los cimientos de nuestra Iglesia y la convivencia democrática en un ambiente de paz. Dediquemos algunos minutos a la reflexión sobre el significado de esta fecha y enseñemos con el ejemplo, a la familia, sobre su alcance y su verdadera representación, que va más allá de las simples fiestas, iluminaciones y atavíos caros y lujosos.

Evitemos las grandes aglomeraciones, los imprudentes contactos y cuidemos la salud de los demás cuidándonos nosotros mismos, teniendo presente las palabras del Papa Francisco: “el único contagio que vale la pena es el contagio del amor”. Que Dios Padre, Nuestro Señor Jesucristo su Hijo, el Espíritu Santo y la Virgencita de los Milagros de Caacupé iluminen nuestros corazones y nuestros pasos del próximo año. Mi abrazo fraternal a cada uno de ustedes.

 

Caacupé, 8 de diciembre de 2020

Mons. Ricardo Jorge Valenzuela

Obispo de Caacupé

 

Por CEP

Conferencia Episcopal Paraguaya

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