Este año celebramos el 8 de diciembre, la fiesta de Tupasy Caacupé de una manera muy especial. En primer lugar, la pandemia, afectó el número de peregrinos y la forma festiva de las diferentes manifestaciones que habitualmente caracterizan la gran peregrinación de cada año. Todos sabemos que esta forma de atención y cuidado surge de una actitud necesaria y responsable dado que la pandemia, ha alterado radicalmente toda la vida de la humanidad, especialmente en las formas en que las personas se relacionan con las nefastas consecuencias que conocemos y que afectan especialmente a los más débiles.

Traemos a este santuario nuestros dolores y los dolores de la humanidad pidiendo la luz y la fuerza para vencer esta pandemia. Para ello, dejémonos guiar por la palabra de Dios para que nuestra peregrinación con la mente y el corazón pueda ser iluminada por el Espíritu Santo y de frutos para nuestra vida sobre todo para abrir caminos de comprensión, fe y esperanza activa para el futuro.

Iniciamos el año de la Eucaristía, ocasión en que, se nos invita a un cambio y a la conversión; se nos propone un giro en nuestra existencia, para vivir con mayor dignidad nuestra condición de seres humanos, como hijos de Dios. El Adviento de este año sirve de punto de partida a comprender mejor la eucaristía; como dice el Salmo 103, “Él saca pan de los campos y vino que alegra el corazón” (14 y 15). Son las ofrendas que en la misa se transformarán en su cuerpo y en su sangre. De ahí el lema para el año 2021: “Lo reconocieron al partir el pan” (Lc 24, 30). Y nuestro tema para reflexionar el día de hoy es: La Eucaristía y la Virgen María.

Luego que María recibiera del Arcángel Gabriel la Anunciación, el Espíritu Santo la cubrió con su sombra y se inició el misterioso proceso de la gestación del Dios encarnado. Podríamos decir que, durante nueve meses, a cada segundo era como si en Ella se celebrara la Santa Misa.

En el instante en que el Alma de Jesús fue creada, hizo El su primer acto de adoración al Padre, acompañado de un perfecto ofrecimiento de Sí mismo como víctima; o sea, realizó una acción sacerdotal como Sumo Sacerdote “santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el Cielo” (Heb 7, 26). Y para este sublime sacrificio no había sobre la faz de la tierra un altar más digno que el seno virginal de María. Ella vivió durante nueve meses en el más íntimo contacto con Jesús en una relación única dentro del orden creado: habiendo ofrecido su cuerpo inmaculado a Dios, Él tomaba elementos maternos y los transformaba, esto es, se volvían divinos a partir del momento que pasaban a integrar el Cuerpo de Jesús.

Así, a medida que se iba formando el Cuerpo del Niño en su seno Virginal, María lo guardaba todo en su corazón. Y el Hijo, por su parte, asumía cada vez más el ser de la Madre y la iba divinizando. De hecho, por la maternidad divina, la Bienaventurada Virgen María llegó a los confines de la divinidad. Concebida en gracia, Ella era verdaderamente “el paraíso terrestre del nuevo Adán”.

Cumplido los días y habiendo nacido Jesús, cuánta alegría no habrá sentido la Santísima Virgen al tomar en sus brazos a ese Niño gestado en su seno.

Es imposible hacerse una idea de la sublimidad del primer intercambio de miradas entre Madre e Hijo. ¡Cuántas cosas se dirían sin decir palabra!

Ciertamente, María en su gran anhelo de recibir otra vez a Jesús, en su interior iría creciendo en Ella, hasta el punto de que por ese deseo comulgase espiritualmente a cada instante. Pues, sin duda, los actos de amor eucarístico de la Virgen María dieron más gloria a Dios que todos los honores tributados al Santísimo Sacramento por los Ángeles y los hombres a lo largo de la historia, ya que solamente Ella lo comprendió, amó y adoró debidamente.

En efecto, la Eucaristía es uno de misterios profundos de nuestra Fe: las apariencias, los sabores y los aromas son de pan y vino; sin embargo, tanto en una como en la otra especie, sólo encontramos la sustancia del Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Cristo. Los sentidos nos presentan una realidad, pero nuestra Fe nos dice otra, en la cual creemos.

La grandeza que contiene este Sacramento no se puede expresar en el lenguaje humano. Todo cuanto existe en la creación fue promovido por Dios en orden a Jesucristo, cuyo supremo acto de amor hacia los hombres consistió en instituir la Eucaristía para proporcionarnos una maravillosa forma de unión personal con el Verbo Encarnado. A las palabras que el sacerdote pronuncia en la Consagración el mismo Dios obedece y entonces se obra el milagro más grande sobre la faz de la tierra. Por esta maravilla, bien podemos medir cuánto Él nos ama de una manera inconmensurable.

Cualquiera puede comprobar cómo las plantas expuestas a los rayos del sol gozan de una exuberancia, belleza y vitalidad que no tienen cuando están en la sombra. Una gran diferencia que se debe únicamente al esplendor del sol.

Ahora bien, si la naturaleza es embellecida de ese modo por la luz solar, ¿qué admirables beneficios no proporcionará al alma el rayo espiritual que proviene directamente del Dios escondido? Mucho más benéfica es la Eucaristía para nuestra alma que el sol para nuestro organismo corporal. Si alguien tiene faltas o miserias, ¿está obligado a alejarse de Jesús Eucarístico? No. Al contrario, debe acercarse a Él al máximo; no huir de Jesús, sino buscar amparo en El, porque así esa persona será purificada de sus miserias y su alma saldrá perfeccionada. Nuestros ojos corpóreos, lastimosamente, no logran ver esos cambios.

Hay muchas situaciones en las cuales una persona se siente espiritualmente débil: ocasiones próximas de pecado que se presentan o circunstancias favorables al empobrecimiento espiritual, en fin, innumerables ocasiones que pueden minar la fortaleza del alma. Entonces, ¿dónde podremos recuperar las fuerzas? En la Eucaristía. Un ejemplo de ello nos da Santo Tomás de Aquino. Cuando celebraba su Misa a primera hora de la mañana, enseguida iba y asistía a la de otro fraile.  Según consta, incluso le gustaba acolitar las Misas de sus hermanos de hábito. “Hablando de los Sacramentos, decía en una audiencia el Papa Benedicto XVI, Santo Tomás se detiene de modo particular en el misterio de la Eucaristía, por el cual tuvo una grandísima devoción, hasta tal punto que, según los antiguos biógrafos, solía acercar su cabeza al Sagrario, como para sentir palpitar el Corazón divino y humano de Jesús” (Audiencia General 23/6/2010).

Muchas veces no reflexionamos en profundidad todos los beneficios recibidos en la Eucaristía, en la cual nuestro Divino Redentor se encuentra realmente presente como cuando transformó el agua en vino en las Bodas de Caná, o cuando resucitó a Lázaro, o cuando expulsó a los mercaderes del Templo. ¿Qué no daríamos por presenciar un solo milagro de Jesús o escuchar alguno de sus sermones? incluso recibir una sola mirada suya? Sólo cuando estemos frente a frente con Él, comprenderemos que un instante de adoración eucarística compensa mil años de sacrificios en la tierra. Sin embargo, hoy tenemos a Jesús Sacramentado en los Sagrarios siempre a nuestra disposición; en todo momento está esperándonos con gracias insignes, deseoso de recibir nuestra humilde visita.

Con frecuencia no consideramos en profundidad todos los beneficios recibidos en esta sagrada convivencia con la Eucaristía, pues, vivimos en una época absorbida por el mundo, nos dejan ciegos y no percibimos lo que sucede a nuestro alrededor, cómo el intento de instalar el tema de la legalización del aborto, que constituye una amenaza a la racionalidad pues agrede vida, familia.

Que desde las instrucciones y misiones que hagamos tengan la fuerza suficiente en la transformación de la educación, de la salud, del mundo del trabajo y combatan férreamente la corrupción, el narcotráfico, lavado de dinero, abuso de menores, secuestros, violencia contra la mujer y todo tipo de males, para que vuelva a reinar la paz en los hogares paraguayos.

Es necesario llegar a un consenso ideal para encontrar soluciones a los problemas de todos, particularmente, la pobreza, la injusticia, y la depredación de nuestros bosques, que ponen en peligro el futuro, como indica el Papa Francisco en su última encíclica “Fratelli Tutti”. Este no es el plan de Dios ni el camino que María nos señala. Esta no es la forma de construir la Iglesia, la casa de Dios para toda la humanidad.

Finalmente, miramos la Justicia, solicitamos que los responsables de la Justicia, fiscales y jueces, sean audaces y combatan decididamente la corrupción, para que nuestra casa común el Paraguay, esté limpio y exento de compras de justicia. Que actúen guiados por la verdad jurídica, sin dejarse influenciar por grupos de Poder que los pueda corromper, pues, “la justicia y el derecho sostienen el trono de Dios” (Salmos 97:2).

La pandemia ha hecho que estos problemas sean más visibles y también muestra la necesidad de encontrar formas y soluciones para todos. La dimensión de los problemas a los que nos enfrentamos requiere soluciones que cuenten con la participación de todos y cuyos beneficios también puedan ser disfrutados por todos. Estamos en el mismo barco y solo es posible salvarnos a nosotros mismos, si todos colaboramos para que todos se salven.

Hoy, en nuestros hogares, en medio de esta pandemia, la Palabra de Dios nos invita a contemplar a María como “peregrina de la fe”, como la mujer que se dejó encontrar por Dios en su vida cotidiana y que a pesar de no ver claro sus designios, respondió con un sí total y se puso en camino, confiada y valiente, porque Dios la protege y asegura su futuro. Hoy María nos invita a tener el arrojo, la audacia para llevar adelante la voluntad de Dios con la fuerza del Espíritu, para que asumamos su actitud de piedad, proximidad y esperanza hacia los afectados por esta y todas las pandemias. No permitamos que los más débiles sean olvidados en sus dificultades. Crezcamos en solidaridad, en creatividad, en la búsqueda de nuevos caminos hacia un mundo nuevo, con los muchos problemas y oportunidades que enfrentamos. Si lo hacemos, guiados por el Espíritu del Señor e imitando las actitudes de la Madre María, saldremos de esta crisis con más vida y la posibilidad de afrontar los retos que nos depara el futuro.

Pidamos a San Roque González y la beata María Felicia de Jesús Sacramentado (Chiquitunga), que fueron modelados por este corazón maternal de María y con ella aprendieron a seguir a Jesús con amor y un coraje y confianza gigantescos, afrontando uno el martirio y la otra una enfermedad que puso fin a su camino por esta vida.  Que también nos ayuden a dejarnos guiar por la Madre de la Iglesia, para superar las dificultades actuales y colaborar en la construcción de un mundo más justo y solidario, abierto a la grandeza y al amor misericordioso del Padre celestial.

Así sea.

MARÍA-Y-LA-EUCARISTÍA-HOMILIA-2020

 

 

 

 

 

 

 

 

Por CEP

Conferencia Episcopal Paraguaya

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